Por Mateo Cerezo S (@MateoCerezo10)
A lo largo de este mes se
viene desarrollando el torneo considerado “La otra mitad de la gloria”, la Copa Bridgestone Sudamericana.
Aprovechando que estamos todos con un ojo puesto ya en los posibles choques de
Octavos de final, los invito a parar un
rato y reflexionar en algo que nos viene afectando a todos, la violencia en el fútbol. ¿Dónde se
perdió el sentido de este espectáculo y
se transformó en una guerra de guerrillas?
La violencia en el fútbol
es casi contemporánea al deporte mismo. En sus
orígenes, el fútbol se caracterizaba por no tener casi reglas y por su
uso desmedido de la violencia, sin
embargo, se caracterizaba también por ser
simplemente una actividad recreativa más no una pasión descontrolada.
La desvirtuación de la esencia del fútbol nace cuando sus
seguidores dejan de ser seguidores del
fútbol mismo y se convierten en seguidores de su propia pasión; cuando el hincha deja de ser hincha y
se convierte en fanático. El fanático,
según Eduardo Galeano, se encuentra en un estado de epilepsia, mira el partido pero no lo ve, lo suyo está
en las tribunas (“El fútbol a sol y
sombra”, 1995).
Ser hincha de un club va
más allá de los colores o campeonatos alcanzados, es un sentido de pertenencia, es defender una
ideología que al chocarse con otra, trae
inevitablemente conflictos internos generalmente externalizados, causando así una pasión desmesurada del
fanático, mal canalizada por el
marketing y el perfecto caldo de cultivo para mediante la
delincuencia, manipular políticamente.
Generalizar la culpa
diciendo que el medio, la cultura o todos somos los causantes de esto es un eufemismo, es decir
nada en realidad. Hay personas con
nombre, apellido y responsabilidad en todo esto, algunas como rehenes, otras como parte del negocio. Y usted se
preguntará de que negocio hablo,
permítame explicar: hace algunos años ya, personas ajenas al mundo
del fútbol vieron potencial económico en
esa pasión desmedida que había nacido en
los fanáticos y que se veía alimentada todos los días por la exagerada importancia que los medios le daban
a la misma. Decidieron inventar la
mentira de que ser “hincha” era lo mismo que ser “fanático”, que tanto gritar en las tribunas como agredir a
los hinchas rivales eran ambas
“diferentes expresiones de amor hacia tu club” y que al dedicarle tiempo
y recursos al “seguir a tu equipo”
merecías ser remunerado e incluso adquirir
lugares de privilegio en el mundo del fútbol. Le dieron poder y control
de eventos deportivos a fanáticos a
cambio de su apoyo para fines políticos,
empresariales y un sinfín de áreas totalmente ajenas al fútbol, ajenas a
esa actividad con fines recreativos con
los que inició.
“Las barras bravas se
alían con la política para convertirse
en una mafia, han encontrado en el sistema el
campo propicio para extender sus negocios fuera de los estadios”
(Veiga Gustavo, 1998, “Donde manda la
patota, Barrabravas, poder y política”). El problema está en que los
responsables de acabar con todo esto están
luchando por salir de las arenas movedizas en las que ellos mismos
se metieron. Concluyo acordando con la
idea de Galeano en cuanto a hinchas y
fanáticos que aportan color a esta fiesta llamada fútbol, sin embargo, hay que saber distinguir entre ambos y ser
conscientes del daño que el fanatismo
futbolero/político está causando al deporte, y por ende, a la sociedad.
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