Por: Matías Sabini (@SabiniMaty)
Muchas
veces me detengo a pensar en el jugador que hubiese sido. Analizo sus comienzos
en Gremio, inspecciono su paso por Paris Saint-Germain y, lógicamente, lo que
supo desplegar en su auge futbolístico vistiendo la camiseta del Barcelona.
Sigo
pensando de manera convincente que pudo ser el mejor jugador de la historia.
Lamentablemente, más allá de que el autor de esta escritura no comparta
nacionalidad, para los amantes del fútbol no fue así. En su último tiempo en
España se dedicó, luego de tres temporadas extraordinarias y magistrales, a
vivir más la vida que su carrera como futbolista profesional. Decisión
catastrófica para nosotros los futboleros.
“Ya
soy viejo. Tengo 36 años. Ya no son 26 como entonces y estoy mirando qué vamos
a hacer para finalizar la carrera. La idea es jugar un año más. Estoy inmerso
con proyectos nuevos, relacionados con la música y el fútbol”, dijo el
embajador del Barcelona en Nueva York.
El
rey irrefutable del firulete y la gambeta anunció que su carrera está llegando
a su final. “Fue una vida de ensueño. Lo gané todo, estoy realizado”, completó.
Marcó
una época en el fútbol. Pero, sin embargo, el astro brasileño no nos deja el
legado de sus goles ni gambetas. Tampoco de sus títulos y de los innumerables
reconocimientos a nivel mundial. Este tipo que desparramaba alegría nos deja
una enseñanza: ¿Qué más reconfortante que jugar el deporte más lindo del
planeta con una sonrisa? ¿Qué acto más perfeccionista que pisar el verde césped
y querer alcanzar el cielo con las manos empalagándose de júbilo?
Este
hombre ha dejado en claro que, independientemente de los títulos ganados y su
enriquecedora trayectoria llena de reconocimientos, no hay que perder la magia
y la fantasía del deporte más popular del mundo.
"Solo
le pido a Dios una cosa. Que me deje jugar toda mi vida al fútbol, sin importar
si lo hago bien o no, solo quiero divertirme", dijo alguna vez. Y yo no me
canso de decirme una y otra vez: “Qué jugador hubiese sido…”. Hasta siempre,
Dinho.
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