Diego Baquero (@DiegoBaco23)
En la noche del 23 de
noviembre, el reloj marcaba las 7:31pm y el uruguayo Carlos Pastorino, cuarto
árbitro del compromiso, levantaba el tablero electrónico indicando que se
jugarían cuatro minutos más en el en el partido de vuelta de las semifinales de
la Copa Sudamericana en el estadio ‘Arena Condá’.
De repente en el minuto
93, a 60 segundos de terminar el partido Josimar da Silva Tavares, férreo
volante central del equipo local con el número 5 en su espalda, cometía una
falta a Ezequiel Ávila, hábil delantero de San Lorenzo de Almagro. En las
tribunas imploraban para que esa jugada, la última del partido, no terminara en
un gol en contra.
Cobrado el tiro libre y
tras una serie de rebotes, Marco Angeleri, defensor del equipo argentino,
impactó el balón a escasos metros de la línea de gol. Las 22.600 personas
presentes en el estadio vieron como por unos segundos, una eternidad para
ellos, la ilusión de jugar su primera final continental se esfumaba porque un
gol a esas alturas, clasificaba a San Lorenzo.
Misteriosamente Danilo,
arquero local, reaccionaba y con su pierna derecha desviaba el balón y salvaba
su portería. Mirando al cielo gritó a rabiar porque sabía que esa jugada, esa
maldita jugada, los llevaría a levantar el título de sus vidas. Acto seguido,
Daniel Fedorczuk juez central, señalaba la mitad del campo y con el pitazo
final indicaba que un equipo que años atrás se encontraba en la cuarta división
del futbol brasilero, iba a jugar por un lugar en la historia: había
clasificado a la final de la otra mitad de la gloria.
La emoción y euforia
invadían las tribunas y los alrededores del estadio y los aficionados, bañados
en lágrimas, no podían creer que su equipo estaban ad portas del partido más importante de su historia. “Si muriera
hoy, moriría feliz” fueron las palabras de Caio Júnior, director técnico del Verdão, terminado el partido. Sin
embargo, faltaba algo más: tenían que jugar el partido que los haría campeones
por siempre y en el anochecer del 28 de noviembre, cargados de ilusiones,
empezaron a jugar su final. Ellos no sabían que ese partido, esa final y ese
vuelo, los conduciría a la eternidad.
Muchas veces en mi vida he
utilizado el futbol para ser feliz. Cuando la vida me aprieta, siempre
encuentro en el balón una salida, una opción para soltarme. Sin embargo hoy,
cuando no era la vida quien apretaba a los héroes de Chapecó sino el futbol y
la emoción de jugar una final continental, fue la vida la que los soltó. Esta
vez el pitazo final fue en las montañas colombianas, y alzando la copa, los
jugadores y su director técnico, acompañados de algunos directivos y
periodistas, pudieron gritar que serían los mejores para siempre.
Si hay que morir,
hagámoslo siendo campeones, como ellos.
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