Gabriel González (@Gabochini)
La histeria colectiva e individual que arropa al
fútbol argentino escapa de la realidad. Es abismal, abrumante, difícil de
comprender y explicar. Letal. Nadie escapa de ella. Encierra en sí una máquina
exterminadora de ilusiones y proyectos. Tan poderosa que no resultaría
descabellado asociarla con la ficción. Lamentablemente, es tangente. Se vive y
respira en cada jornada que inicia y culmina. Estanca, pero está ahí; vigente,
astuta, sin rival que le pueda hacer frente, que la mande a buscar la redonda
abajo del arco.
Gabriel Milito dejó de ser el director técnico de
Independiente. Luego de un semestre que dejó saldo favorable en cuestión de
resultados específicamente estadísticos, irónicamente, -y lo catalogo así por
cómo es el fútbol argentino- el ídolo de la institución abandona el barco.
Escudándose con la tan reclamada autocrítica, "Gaby" declaró que
nunca pudo plasmar en el terreno de juego el funcionamiento que quería ver en
su equipo. No lo logró, o por lo menos no a la altura de las exigencias de un
club como Independiente o de las expectativas que generó su llegada al banco
del rojo de Avellaneda.
Independiente, mayormente en el último tiempo, quedó
en evidencia como un conjunto entumecido, inconstante, vulnerable ante la
adversidad. Carente de un sendero claro por donde desplazarse, el equipo nunca
caminó. Gateó, si es permitido. Algunas variantes tácticas posaron como
destellos de un juego que nunca estuvo sustentado por ejecuciones correctas y
concretas. La intención, quizás, sólo respondió a lo anímico. La aplicación de
la idea fue nula, y en todo esto la culpa dobla. Entrenador y jugadores no le
encontraron nunca la vuelta al asunto, aunque el tiempo y los recursos
resultaron siendo los mayores enemigos de Milito.
Admitiendo que la llegada ilusionó, no se pudo
cristalizar completamente lo meditado. Varios jugadores no colaboraron a que la
idea caminara y avanzara. El pasar del reloj y algunos resultados que afectaron
la sensibilidad común, tampoco. Sin embargo, también hay que valorar el mérito
del intento. Con un panorama poco alentador, Gabriel y su cuerpo técnico
trataron de darle identidad a una escuadra que exige lo propio desde hace mucho
tiempo, aunque también es complicado que ésta se convierta en una realidad
cuando la irreverencia del batallón rojo esté representada y comandada por un
chico de 17 años.
Rescatando valores como Martín Campaña, Víctor
Cuesta, Nicolás Tagliafico, Diego Vera o el mismo Ezequiel Barco, Independiente
aspiró a hilvanar un juego ofensivo y capaz, pero que no logró sostenerse en el
-poco- tiempo. Fallas lógicas por falta de automatización y engranaje de tareas
o apariciones individuales erráticas perjudicaron todo el sistema y sus
intenciones.
Independiente, con la renuncia de Milito, sólo
consigue aplazar el establecimiento de una determinada forma de jugar. No es
sencillo fabricar un plan sistematizado que funcione en su máximo esplendor
cambiando de conductor cada seis meses. Esto, lejos de cualquier otra cosa,
hace que el grupo de jugadores coleccione confusión y desconfianza. El tiempo
corre y la deriva sigue protagonizando el atraso.
La impaciencia y el ambiente adverso que se palpó
por una serie de partidos que no se coronaron, nunca favorecieron el contexto.
Esta hipótesis puede ser la que marque el porqué de la salida de uno de los
grandes ídolos de Independiente. La percepción, sin dudarlo, no es indiferente.
El peligro de obtener la reprobación de la hinchada, quizás, fue el mal que
padeció Gabriel Milito y condicionó su renuncia.
Ya es hora de frenar el apresuramiento que embarga
el fútbol argentino. La presión fatigante y el cortoplacismo de muchos se
extiende cada vez más con el objetivo de prohibir intenciones que aporten
soluciones cautelosas pero efectivas. Si no se elimina la mezquindad, el vacío
impulsará el retroceso. Hará falta que se reflexione, abandonando impulsos
pasionales, y se actúe en beneficio del deseo.
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