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Gustavo Laguardia (@AKD_GustavoL


Los sonetos de Almafuerte estallan en mi corazón (“No te sientas vencido ni aun vencido…”), y comienzan a ser un indicio de algo, de algo que hoy andaré buscando por ahí, de algo así como un grupo de pibes jugando a la pelota en un potrero cualquiera, un algo que pueda recordarme aquello de que el fútbol es un juego, un juego simplemente maravilloso, entretenido y apasionante como ningún otro, un juego al fin y al cabo.

Si la suerte me acompaña para encontrarlos me acercaré hasta ellos, me acercaré lo más próximo posible hasta que –casi sin haberme dado cuenta-, comenzaré a alentar a alguno de los dos equipos e inmediatamente mi enojo irá en aumento en la medida de que a alguno de los pibes que yo aliento no le cobren un gol o le hagan una falta demasiado fuerte y no se la cobren o si, incluso, cobran la falta pero para ‘el otro lado’.

Y cuando la sangre deje de ser roja para convertirse en el color de la camiseta de los pibes que yo aliente, será ese el preciso momento, el sagrado instante, el momento sublime, en el que volveré a tomar conciencia de que esto va a ser siempre así y no podrá serlo de ninguna otra forma. Será como siempre fue y es: pasión, dolor, alegría, decepción, esperanza, traición, juego limpio, juego sucio, triunfo, fracaso, trampa, en buena ley, éxito, derrota, y así…

Entonces los sonetos de Almafuerte volverán a estallar en mi corazón (“Trémulo de pavor siéntete vivo y acomete feroz ya mal herido…”) y, mientras tanto, los pibes se quedarán protestando por alguna jugada que no terminó de la mejor forma, discutirán, manifestarán su desacuerdo por el empate final, y hasta alguno tendrá la sana ocurrencia de dirimirlo todo por penales, y seguramente contarán con la complacencia de aquel que se prestó para hacer de árbitro cosa que el partido resultase más ‘en serio’.


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