Jairo Ramos (@JairoRamos_) en Dorado Magazine (@ElDoradoMGN)
Oswaldo
Mackenzie corre casi por inercia cuando siente en el cachete la mirada tibia de
Carlos Valderrama. Es 19 de diciembre de 1993. Valderrama ha enganchado,
dejando a tres defensores guindando sobre una pierna en el borde del área. Ahora el balón viene en su dirección. En frente suyo,
solo el arco y el portero. Años más tarde Mackenzie asegurará que nunca gritó
para pedirle la pelota al hombre de la melena. “Para nada”, dirá. “Eso lo pensó
fue él”.
También
recordará Mackenzie, años más tarde, el silencio de aquel momento en El
Metropolitano de Barranquilla. Se le pondrán los pelos de punta. Es el minuto
44:53. Fecha final del Torneo Mustang Colombiano. En Medellín, el DIM celebra
ya la obtención del campeonato; pero Mackenzie no sabe esto. No sabe tampoco
que Carlos Enrique La Gambeta Estrada,
en el Atanasio Girardot, da la vuelta olímpica con un collar de arepas
alrededor del cuello.
La Gambeta,
por su parte, no sabe aún que el partido entre Junior y América todavía no ha
terminado. Más grave aún, La Gambeta ni
se imagina que Mackenzie está en el campo de juego: de toda la historia, a fin
de cuentas, esto es lo más inesperado.
Primero lo primero. A aquella fecha llegaron los cuatro
finalistas empatados: Junior, América, Atlético Nacional y Deportivo
Independiente Medellín, cada uno con 5 puntos. Junior, no obstante, tras una
campaña casi perfecta, tenía la mayor bonificación (el primer criterio de
desempate), y por lo tanto, una ventaja trascendental. El equipo había
terminado el Torneo Apertura como líder absoluto, y el Clausura, como segundo.
La dirigencia había armado un plantel soberbio, realizando, a comienzo de
año, una serie de contrataciones que rápidamente se tornaron en leyendas de caseta.
Como resultado, Mackenzie, que venía siendo titular durante la anterior
campaña, pasó a ser suplente.
A lo largo de la temporada, Comesaña utilizó dos esquemas
base: un 4-4-2 torre y un 4-1-3-2 más ofensivo. La línea de cuatro en defensa
era liderada por Alexis Mendoza, un central sumamente sobrio, cuya exquisitez
técnica se extendía desde su pase en corto a su quite sobre dos pies. Éste
forjaba, junto a Francisco Cassiani, una pareja defensiva que aportaba en la
salida corta con balón, y que, sin el esférico, se tomaba libertades para
anticipar y añadir números en mediocampo. Como laterales jugaban Eugenio Uribe
(izquierda) y Gober Briasco (derecha), quienes tenían bastante responsabilidad
defensiva, pero frecuentemente lograban adelantarse debido a la mera calidad
del juego posicional del equipo.
En ambos sistemas era clave la labor multifacética de los
volantes de primera línea tanto para organizar como para relevar. En el 4-4-2
torre, éstos eran usualmente Luis Grau y Héctor Méndez. En el 4-1-3-2 jugaba Méndez
como único hombre en base. Este último, un uruguayo, era posiblemente el
mediocampista más completo del plantel: versátil y técnico; con gran lectura de
juego en todas las fases. Méndez era también, quizá, el hombre al que Comesaña
más le tenía confianza; por lo que su suspensión de cara aquel partido final
ante el América le cayó a Junior como un balde de agua fría.
La
mañana anterior a aquel encuentro final, Comesaña aún debatía dos opciones para
reemplazar a la base de su mediocampo. La primera era más lógica y también la
más conservadora: recomponer con la inclusión de Robert Villamizar, un volante
recuperador de pierna fuerte y buen porte, que podía actuar como segundo
mediocentro aun, contribuyendo marca en la zona medular. La otra opción
brindaba más en el aspecto ofensivo, pero era, por supuesto, más arriesgada.
Involucraba quedarse con un solo mediocentro para poner como titular a un flaco
bajito de 20 años con tobillos de gladiador.
Comesaña
se acercó a Luis Grau y le preguntó si se sentía cómodo jugando sólo en primera
línea.
“Así
me siento mejor”, respondió el mediocampista.
Sin
seguridad alguna, Comesaña decidió, entonces, que Mackenzie sería titular.
Al minuto 44:53 de la final ante América, sin embargo,
Mackenzie ya no piensa en nada de esto. Mientras entra al área y espera el pase
filtrado de Valderrama, el sistema central ejecutivo le ha prohibido cualquier
esfuerzo cognitivo relacionado con el pensamiento disperso. Ahora, el
dispositivo concentra toda su atención sobre la agenda visoespacial, la cual en
este momento ya evalúa la figura del portero Óscar Córdoba: el espacio entre
sus brazos; la distancia entre sus piernas y el poste vertical. Mientras
controla el balón con el borde interno del guayo izquierdo, Oswaldo nota un
cambio en el ángulo que forman los botines del guardameta con la raya del área
chica; en fracciones infinitesimales, detecta una reseña sutil en su lenguaje
corporal.
Mackenzie, en teoría, tiene una última opción.
Tiene poco tiempo para percatarse de ello, pero a sus espaldas
se encuentra solo, acechante y encorvado nada menos que el goleador del
equipo: Miguel Ángel NicheGuerrero.
Él ha marcado los dos goles de Junior en este partido, y será nombrado,
también, en unos minutos, máximo artillero del actual campeonato. Niche forma parte del circuito ofensivo y
creativo del cuadro de Julio Avelino: un circuito que, acorde con el color de
la época, comprende aproximadamente medio equipo, y que, de forma individual y
precisa, es liderado por Carlos Valderrama. Es una labor que el Pibe se toma en serio, hasta el punto que a
cada uno en su entorno le tiene un apodo, como si se trataran de los
integrantes de alguna pandilla de vándalos de antaño: a Iván Valenciano lo
llama el Gordo,
a Víctor Danilo Pacheco, el Enano. Al Niche nunca lo ha llamado por su nombre
real.
Valderrama
observa a Mackenzie callado. Sabe que en su accionar potencial no existe un
pase; que intentará definir. Por eso le ha dado el balón. El Pibe también considera al chico de 20
años uno de los suyos, a pesar de que éste no siempre es titular. Muchos se
refieren a él como el Nene,
pero el Pibe prefiere llamarlo, con sutileza, Cara
e’ Perro.
Durante aquella temporada del ‘93, el Junior de Comesaña se
basó en los dotes de este circuito de futbolistas para enfocar todos sus
esfuerzos ofensivos en la circulación precisa por medio del carril central.
Tanto en el 4-2-2-2, como en el 4-1-3-2, todos los volantes se cerraban hasta
la zona del medio, dejando los carriles externos casi exclusivamente para el
uso de los laterales. El pase filtrado era la moneda de cambio: un recurso
manejado a la perfección por los volantes creativos, que a pesar de su
sobriedad para gestionar la pelota, tenían instrucciones de arriesgar todo en
busca del mismo. Niche Guerrero era siempre el
vértice superior de los dos delanteros en ataque, perfilándose por izquierda y
regresando a ocupar la posición de extremo zurdo en defensa cuando era
necesario. A la
derecha del Pibe se ubicaba siempre Víctor Danilo Pacheco. Éste era el más
rápido de los mediocampistas y, sobre todo, de los mediapuntas. Ágil y
perspicaz, buscaba por lo general asociarse con el Pibe, o con Valenciano,
quien actuaba como segundo delantero, ubicado principalmente en el borde del
área.
Entre
estos tres últimos, Valderrama, Valenciano y Pacheco, acabó formándose una
sinergia que pasaría a la historia del fútbol colombiano. Particularmente, la
complicidad en la cancha entre Pacheco y Valenciano acabó siendo un
reflejo de la compinchería que existía fuera de la misma. Tenían 19 y 21 años
respectivamente, y eran como pasto y cal. Por lo mismo, eran a menudo el objeto
en conjunto de las broncas del Profe Comesaña, quien requisaba el cuarto
que siempre compartían para sacarles las reservas de comida que les entregaba
un amigo envueltas entre camisetas. También eran, a menudo, el blanco de los
regaños del Pibe,
quien décadas más tarde asegurará que el Gordo y Pachequito son dos de los
mejores futbolistas que se han puesto la camiseta del Junior. Quizá con este pensamiento,
fue que en los minutos finales de aquel Junior-América, cuando Comesaña pidió
que la banca calentara, Valderrama se acercó a la línea a ordenarle al
mismísimo técnico que no hiciera cambios, casi como si en el divino brillo de
sus greñas hubiera divisado que, minutos más tarde, la acción que definiría el
partido se iniciaría con una jugada colectiva de contragolpe que Edgar Perea
relatará por siempre en la órbita sagrada de YouTube así:
Ahora
no existe nada. Sólo Córdoba y el arco. Pronto, será el arco solo. Mackenzie,
con el ceño ligeramente fruncido, deja caer el hombro derecho. Su cadera se
hinca en una cúpula tenue, mientras su pie izquierdo empuja la pelota hacia el
mismo costado. Óscar Córdoba, amagado, estira párpados y brazos, y con una
patada inválida se da cuenta que está en el piso. “Me puso a comer hierba,”
dirá el guardameta años más tarde. “Jugaba mucho ese hijueputa.”
En el
Coloso de la Ciudadela comienza a oírse un murmullo violento, que se
intensifica con la luz que baja arisca de los reflectores. Es apenas un
suspiro. En las gradas observan 50.000, de los cuales centenares invadirán el
campo en menos de un segundo. Los once futbolistas que portan las rayas
rojiblancas dejarán el equipo en unos años. La mayoría volverán en algún punto
de sus carreras, como jugadores, entrenadores o miembros del cuerpo técnico. La
hinchada los criticará por malos o por viejos. A todos les preguntarán por esa
noche.
Mackenzie
también volverá un día a Junior; pero ahora no piensa en eso. No piensa ni
siquiera en el anillo con escudos que le regalarán los dueños del equipo en
unos meses, ni en al aumento de salario que recibirá en unos días y que le dará
para comprarse su primer carro: un Chevrolet Swift. En la casa de su madre
habrá fiesta por una semana y después todos se irán, y en el amanecer de una pesadilla
él revivirá este momento con los hombros hinchados y sudor en las rodillas,
pero nada de eso importa ahora. En el panorama, vibra ya el salto de un estadio
que desborda; pero antes de la pista atlética, y antes de las vallas, la pelota
aún tiene metros por cubrir, y tiempo para correr.
Publicar un comentario