"Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad."
Eduardo Galeano
Existen venezolanos que
presumen de bellos paisajes; playas y mujeres, como si esas cosas nos hicieran
mejor país. La grandeza va más allá de la superficialidad. Pareciera que más
importante es lo que parecemos ser a lo que somos. Pesa más la fortuna del
novio que el amor que siente por su prometida; la herencia del difunto que el
legado intelectual o el resultado final
del partido a lo que pasó en la cancha. Vivimos en un entorno cada vez más
materialista.
El fútbol, que es un
juego, se ha convertido en el acto semanal de histeria de millones de personas
que calculan y sacan estadísticas sobre probabilidades: ¿Clasificaremos al
mundial? ¿Descenderemos? ¿Cuál es el promedio del goleador del delantero de mi
equipo? Sin duda las estadísticas ayudan a balancear lo que sucede en la
cancha, pero no son todo lo que ocurre en la cancha. Hoy la distancia entre el
éxito y el fracaso es más corta. Los futbolistas, que apenas terminan su
adolescencia se mudan a una ciudad que no van a conocer mucho, lejos de su familia
en la que tienen que hablar otro idioma. Y si no hacen gol, es un escándalo porque se
ha pagado una fortuna por sus servicios.
Pero el fútbol no siempre
fue así. Ahora son pocos los románticos que se ocupan de jugar para divertir al
público. Brasil es ejemplo claro de esa mentalidad: Todavía se recuerda
nostálgicamente la plasticidad con la que jugaba aquella selección de España
1982 y se habla poco de los campeonatos mundiales que llegaron años después. No
es cuestión solo de ganar, sino de hacerlo artísticamente.
Cada vez que aparece un
atrevido que no necesita que su equipo vaya goleando para hacer una filigrana,
bañar a su rival con un “globito” o pasar la pelota entre las piernas de su
oponente, la grada aplaude y disfruta. Cada vez son menos esos individuos que
saben que vinieron a verlos lucirse. Los Ronaldinhos, Cantonas y Zidanes son
cosa del pasado, aunque se les extrañe.
Y nos hizo falta buscar
entre las categorías menores de nuestra selección nacional femenina para que
nuestras pupilas se reencontrasen con una hechicera del balón que avivase la
llama del colirio balompédico. Se llama Deyna Castellanos y apenas tiene 17
años. Es curioso verla hacer un golazo de sangre fría y luego bailar
infantilmente con sus compañeras; disfruta jugar. Sabe que el fútbol se ve del
otro lado de las cámaras, por eso se reluce.
Conoce la realidad del
país y nos llena de esperanzas con sus confianzudas acrobacias. En la
adversidad responde con fuerza de voluntad. Le empataron a Venezuela un partido
en el 93´y en el mismo saque disparó para volver a ganar el partido. Tiene el
carácter de la hembra nativa a quienes los conquistadores bautizaron de
“amazona” por recordarle a la guerrera de la mitología griega.
Juega como lo que es: una
niña. Los futbolistas de tan corta edad suelen ser vistos con conservadurismo
por los ojeadores, porque en pleno desarrollo pueden perder ciertas condiciones
físicas. Lo de Deyna, aunque parezca osado, debe también pasar por un filtro
temporal para juzgarla a futuro. Pero por ahora el país tiene una flamante
figura deportiva que invita a divertirse, a burlarse de la presión y a
no perder la fe hasta en las circunstancias más desoladoras.
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