Bruno permanece dos minutos
parado sobre cuatro de los adoquines del empedrado de la calle Humboldt mirando
detenidamente la inscripción Club A. Atlanta.
El viento, fastidioso, agita
las tres bolsas repletas de cartones que tiene en sus manos. Mira al cielo,
sonríe y comienza a caminar.
Tiene 35 años y ya perdió
todo por su adicción a las drogas. Los años lo patean como si hubiese vivido un
siglo.
Otra vez se detiene un
instante a mirar las paredes del club, fundado en 1904, a intentar buscar
respuestas, recuerdos o ilusiones mientras lee “Con el sueño de volver a
primera- Atlanta es de Todos”. Quizá desde una de esas ventanas rotas vio
ascender al club, quizá en la rajadura más honda de la pared pintada de
amarillo oscuro encontró a su hermano festejando un ascenso.
Los árboles, inmensos,
envuelven los cordones angostos. Bruno apoya las bolsas en la vereda y saca de
su único bolsillo que no tiene agujeros su carnet de socio. Piensa que este
club es lo único que le queda en la vida; el único que lo quiere y lo acepta
tal como es. El único que le sigue abriendo las puertas a pesar de todo.
Es joven pero tiene manos
grandes repletas de callos, pelo largo hasta los hombros lleno de canas, boina
celeste y grietas en sus pómulos que se parecen a las de la pared azul.
Las hojas amarillas cubren
casi todos los espacios de la cuadra, el grito de los pájaros sólo se
interrumpe con la bocina del tren o algún saludo entre vecinos; los almacenes
están con las puertas abiertas y las indicaciones de “Prohibido Estacionar”
escritas en los portones de la cancha con aerosol.
Todavía dan vueltas algunos
papelitos que quedaron del partido de ayer, todavía pasan algunos con la camiseta
de rayas verticales azules y amarillas, todavía alguno tiene el gorro. Dos de
cada tres personas que caminan giran la cabeza para ver la cancha, sonríen y
siguen.
Bruno vive en la calle
Humboldt desde hace 35 años; a veces cambia los cartones de vereda cuando le da
la lluvia o el sol.
Suspira tan fuerte que se le
vuela el carnet ya chamuscado. Sale corriendo y asustado a buscar el único
pedacito de vida que le queda y lo mantiene calentito y feliz.
En Villa Crespo el aire es
siempre cálido y el día amarillo o azul. Todo lo que se percibe tiene forma de
pelota y serenidad. Los pájaros se van callando, Bruno sigue pensando y se va
aferrando a lo único que le queda.
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