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Uno es el espectáculo en de la cancha y otro el de las tribunas en los miles de estadios desplegados por el vastísimo territorio brasileño, y es así como mejor puede entenderse y definirse el futbol en una nación que vive y muere por un deporte que es delirio y religión.

Mientras los jugadores ponen la alegría con sus goles, las “torcidas” hacen una fiesta estruendosa y colorida como ninguna, con banderas, fuegos artificiales, cintas en la frente y camisetas de sus equipos favoritos, gritos y batucada, un verdadero carnaval sin Rey Momo, el rey feo de carnaval que es parte de la identidad nacional de Brasil.

Sin embargo, quienes ahora se maravillan con la fiesta en esos escenarios, se sorprenderían si supiesen cómo era esa tramoya hace más de un siglo, cuando el “torcedor” era algo tan raro como los balones de futbol llevados a Brasil por Charles Miller, Hans Nobiling y sus amigos de Inglaterra y Alemania.

Tanto, que el primer saludo a los jugadores participantes en aquella actividad rudimentaria fue al revés, pues partía del campo y no de las tribunas, tratando de reunir fuerza para el equipo y así llamar la atención.

El primer futbolista-animador fue Renato Miranda, defensa del Paulistano –fundado en 1902, tetracampeón de 1916 a 1919-, quien gritaba “¡Hip-hip-hurrah!”, un grito inglés de moda en el rugby utilizado a principios del siglo pasado.

Los extranjerismos de esas exclamaciones denunciaban el origen sofisticado de los primeros “torcedores”, como los del Fluminense, integrantes de la mejor sociedad de Río de Janeiro, de señores vestidos de blazer azul marino -con sombrero carrete ajustado a la cabeza- y de las niñas más bonitas del Barrio de las Laranjeiras que, discretamente, mostraban entusiasmo a veces fingido.

La frescura con olor a Lavanda de esa extravagante “torcida” no resistió demasiado y, en la final del torneo de Sao Paulo de 1904, los cuatro mil aficionados reunidos en las tribunas del viejo estadio de Pacaembú abuchearon e insultaron a todo pulmón al cuerpo arbitral, que debió salir por la puerta trasera del local.

“Esperemos que tan reprobables escenas no se repitan”, censuró un día después del juego el cronista del Jornal do Comercio, André Elgueira; pero a partir de entonces las “torcidas” se apropiaron del derecho divino de denostar a árbitros, jugadores, entrenadores, dirigentes y, por supuesto, a los gritones rivales de las bancas de enfrente.

La historia no oficial del futbol brasileño, sin embargo, considera que la aparición en toda forma de las “torcidas” ocurrió en 1923, cuando el Vasco da Gama alineó en un partido contra el Botafogo a un cuadro de negros, mulatos y blancos pobres, en su mayoría miembros de la comunidad de migrantes portugueses recién llegados a la entonces capital de la nación.

En respuesta, los simpatizantes botafoguenses no se inhibieron ante las ofensas del conjunto de la cruz escarlata; pero la mayor crueldad entre adversarios surgida en un encuentro entre selecciones fue en 1943.

Un combinado carioca marcó el último gol de un 6-0 aplicado a la representación paulista: la multitud comenzó a pedir misericordia a los de Río para sus visitantes, al grito de “¡chega!” (“basta”), para humillarlos aún más de esa manera.

Hoy, samba, “batuque” y otros ritmos de la música popular brasileña son parte fundamental y los grandes ingredientes que, con júbilo indescriptible, sazonan y hacen estallar las tribunas no solamente en los estadios nacionales, sino cuando acompañan a la “verdeamarela” a sus giras al extranjero o en torneos internacionales.

El antecedente instrumental se debe a la “Charanga do Flamengo”, fundada en 1949 por Jaime de Carvalho -antes de la Copa del Mundo de Brasil- quien, con su grupo de trompetistas, tamborileros y otros ejecutantes de aditamentos musicales típicamente brasileños- tocó durante las victorias de la seleçao en sus juegos ante México (4-0), Suiza (2-2), Yugoslavia (2-0), Suecia (7-1) y España (6-1).

Así lo hizo ese grupo, sin parar, hasta que, con todo y los veinte goles de Ademir Menezes, Jair Rosa, Baltasar, “Maneca”, “Chico”, “Zizinho” y Alfredo dos Santos logrados a lo largo del torneo, el 16 de julio de ese año el estadio de Maracaná quedó en silencio.


Los músicos flamenguistas no nada más guardaron sus instrumentos, sino que callaron todas las voces de todas las “torcidas”, en señal de un luto indecible por un marcador adverso (1-2) impuesto por Uruguay con un gol de Alcides Ghighia 11 minutos antes de concluir esa gran final que, se recuerda, pasó a la historia como la más grande amargura que el futbol brasileño haya vivido jamás.

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