Gonzalo Russo (@GonzaloRusso)
En mi país, Uruguay, con
nuestro primer llanto de bienvenida a este mundo nos regalan una pelota de
fútbol. Nos dan un nombre, un apellido, una cédula que identifica legalmente quiénes
somos y por supuesto, una camiseta de fútbol. Digamos que es casi
obligatoriamente hereditario.
Hasta no hace mucho
tiempo, en algunos hogares, no seguir ese legado (el de ser hincha del mismo
equipo que el padre), era tomado casi como una traición, provocando decepciones
y frustraciones. Los niños, empapados de ingenuidad, y con una esponja de
aprendizaje en sus cabezas, aprenden rápidamente dentro de sus primeras
palabras, entre papá y mamá, el nombre de “su equipo”. Hay quienes además lo
visten de pies a cabeza con los colores favoritos, del padre por supuesto.
Comenzamos entonces, a
usar un spray contagioso desde niños. En el baby fútbol (ahora llamado fútbol
infantil), sembramos la semilla de la competencia, del enfrentamiento, y de la
bipolaridad, que va desde la victoria como símbolo de alegría y superioridad
sobre el otro, a la derrota como la nada, como símbolo de la frustración, del
fracaso, del llanto y como consecuencia, del desprecio por el contrario de
turno.
Hoy es “normal” hablar de la
presión que sufren esos niños para que salven a sus familias. Todos hablan de
ello. Pero desde el Palco Vip de la indiferencia porque “no es nuestro
problema”. Pero no sólo es eso, luego vienen los castigos o los premios al niño
por su desempeño en el campo de juego (“hoy si hacés un gol te llevo a Mc
Donalds”, ”pero, ¿Cómo pudiste errar ese gol?... Hoy te quedas en el cuarto sin
premio”).
Si Pierre de Coubartin,
pedagogo, historiador y fundador de los Juegos Olímpicos, (“lo importante es
competir”) resucitara, y viera en que se ha transformado el deporte, volvería
espantado a su tumba.
Ahora bien. Los niños,
devenidos a pequeños adultos en el baby fútbol, con el tiempo crecen y con ello
crecen sus frustraciones, bajo esa bipolaridad que los hace tomar decisiones
basadas en sus experiencias, muchas veces frustrantes del mundo del deporte.
Con su identidad apedreada por el rechazo y varios fracasos (no ser futbolista
para muchos de ellos, es no ser alguien en la vida, basada en lo que su cerebro
fue entrenado, y bajo elecciones no naturales sino impuestas), con el
sentimiento del rechazo social, y con la carga de la frustración en sus
mochilas, encuentra “su lugar”, “su espacio”, de “ser alguien” en estas barras
o tribus salvajes (literalmente hablando), donde se sienten cobijados,
arropados, protegidos, y amparados por una impunidad general (en todos los
ámbitos) que causa asombro y estupor.
Frustrados y sin
identidad. Un condimento ideal para asociarse a grupos organizados (porque sí
lo son, porque están inmersos en el mundo del delito organizado y el
narcotráfico algunos) de hinchas (¿?) sedientos por albergar a estos jóvenes
sin perspectivas. Y lo peor, es que no lo reciben con bombos y platillos sino
con drogas y alcohol. La percepción de identidad individual del hincha está
cada vez más frágil y comprometida porque está dominada por estos grupos de
falsos hinchas.
En esta sociedad cargada
de instantaneidad, hambrienta de las cosas fáciles y rápidas, de egos y de
poder, cada día hay más jóvenes que se unen como “hinchas” a un equipo de
fútbol, pero más basándose en la búsqueda de una identidad que en la pasión por
sus colores favoritos.
Las barras organizadas (y
violentas), tienen su alimento diario, porque la sociedad enferma en la que
viven, los potencian, porque se les da espacio y libertad, impunidad y hasta en
algunos casos poder y fama. El fútbol hoy es el nicho ideal para desarrollar
sus “potencialidades”.
Hay algo que para mí está
claro: Cuando existe una desmoralización de las instituciones, fermentan
violencia. Cuando domina la cultura de la impunidad, y del miedo, fermentan
violencia.
Cuando veo estos pequeños
grupos que se amenazan por las redes sociales, cuando veo hinchas que provocan
guerras particulares, y se enfrentan en las canchas, es porque hay una cultura
del resentimiento y de la falta de respeto a los derechos del otro.
Para más condimento, los
actores principales del espectáculo, tampoco colaboran. La justicia no aplica
justicia, la policía desbordada y en muchos casos inútil e inexperta (y agrego:
no se admite que la esposa del Ministro del Interior, esté en la misma tribuna
cohabitando con uno de esos grupos mal llamados hinchas); alguna prensa
utilizando un lenguaje bélico (“Este partido es de vida o muerte” “la batalla
del año”, “no se admite perder” “hay que liquidar al adversario”); algunos
dirigentes cruzando acusaciones entre sí, jugadores ensuciando el juego,
cortando jugadas con faltas y violencia, insultos al rival (ahora con la boca
tapada) y hasta algunos entrenadores impartiendo el anti juego, y
dramatizándolo como si fuera lo último de sus vidas, porque de la famosa
bipolaridad (ganar o perder), depende el futuro de su familia.
Tenemos el plato
preparado. Y en todo este accionar transformamos la cancha de fútbol en una
arena romana. El resultado de la ecuación es hasta lógico. Corridas, violencia,
heridos y muertos.
En estos tiempos, por
estas zonas, cuando rueda una pelota, rueda la violencia. Lo que fue creado
para placer del hombre se ha vuelto en contra del hombre mismo.
La pregunta es: ¿Está en el fútbol el causante de todos
los males? No creo. No se encuentra allí la consistencia benéfica o maléfica,
sino en qué tipo de orientación le damos al fútbol, y eso, la gran voz
refrescante, y educadora, debe de venir desde las bases.
Me vino a la memoria las
palabras de Jean Paul Sartre: “Lo
importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que
han hecho de nosotros”
Al fútbol le cambiamos la
ropa. Hoy es mediatizado y comercializado. Perdimos la memoria, sobre sus
orígenes genéticos, educativos, y normativos. Esta metamorfosis no está siendo
positiva.
Tenemos un banquete:
Desempleo, falta de conciencia social, educación, tráfico de drogas, crimen
organizado, falta de valores familiares, falta de prevención, impunidad y
corrupción. Un banquete llamado macroviolencia, que se ofrece a quien quiera,
cada domingo en nuestras canchas.
Lo más doloroso: mientras
rueda una pelota, la familia lo mira por televisión, y a los viejos ídolos se
les cae una lágrima llena de nostalgia.
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