Jessica Galera
Cuando era sólo un niño
alguien dijo de él: “Será Gardel o artista”. No andaban muy desencaminados.
Fernando Carlos Redondo Neri sólo transformó la atmósfera donde enamoraría al
mundo. En lugar del suelo brillante de un escenario, el césped de un campo de
fútbol; en vez de las luces de un tablado, los focos de un estadio; en lugar de
una voz prodigiosa, un talento innato para convertir el fútbol en una obra
maestra.
La perseverancia por
conquistar la adversidad, la garra para darlo todo en ello y la firmeza inquebrantable
por no doblegarse en caminos contrarios a sus principios quedarían reconocidos
en la nobleza de un apelativo que no le hizo justicia al dejarle en príncipe.
Para muchos Fernando Redondo fue un auténtico rey.
Dicen que no es más grande
quien más sitio ocupa, sino quien más vacío deja cuando se va. Extrapolada al
fútbol esta afirmación sería casi perfecta para ofrecer una idea de la magnitud
de un jugador único, ya no sólo por sus dotes como maestro del balompié, sino
por sus virtudes como ser humano. Y decimos “casi” porque el vacío que dejó
Fernando Redondo tras su marcha del Real Madrid fue sólo comparable al espacio
que ocupó mientras estuvo allí. A diferencia de otros grandes genios, el
argentino no tuvo que esperar a alejarse de su gran pasión en los terrenos de
juego para ver reconocida su grandeza. Una presencia tal, que aún a día de hoy,
desde las más nostálgicas miradas de la grada del Bernabéu, sigue percibiéndose
y añorándose.
Su llegada al club de Chamartín
fue silenciosa, predispuesta y comprometida; su estancia en el equipo, una
explosión de Fernando Redondo en su más puro estado, para lo bueno -que fue
mucho- y para lo malo -que no fue tanto-. Su despedida, un indiscutible borrón
en un club encumbrado en la grandeza, agradecido por antonomasia y fiel a la
memoria de quienes le convirtieron en lo que es, el mejor club del siglo XX. Lo
que debería haber sido un lento paseo bajo la lluvia de la ovación, la más
profunda gratitud y las más sinceras muestras de cariño, acabó convirtiéndose
en una rápida escapada por la fría puerta de la trastienda, un procedimiento en
absoluto acorde a quien entregó todo por una institución cuyo escudo acabó
grabando a fuego en su propio corazón.
Un
carácter precoz
Fernando nació en Adorgué,
allá por el otoño de 1969. En un país comoArgentina, impregnado por la magia de
lo futbolístico pero asentado, además, sobre la disciplina y la
responsabilidad, Fernando, el mayor de dos hermanos, acudía a hacer rodar el
balón cada día, siempre después de haber cumplido con sus obligaciones
escolares. Para él, el fútbol no fue una vía de escape en medio de una
situación familiar complicada, sino una pasión en la que volcaba el esfuerzo y
la ilusión con la que se desenvolvía en cada faceta de su vida. La forma en que
Fernando y Luz Cristina, sus padres, le habían enseñado a hacerlo.
El magnetismo del fútbol
no tardó en llamarle y encaminarle hacia la senda de los elegidos, aquellos
que, además de poseer unas cualidades privilegiadas, deberán luchar por llegar
a la cumbre. Fernando sucumbió al encanto del balompié, como muchos niños
argentinos pero ya en sus primeros años, demostró la independencia de sus
convicciones y la firmeza de unas ideas propias. Entre las mayoritarias
idolatrías que todos dirigían hacia Kempes o un jovencísimo Maradona, Fernando volcaba
toda su admiración en Bochini.
Sus primeros pasos en el
deporte rey los dio, curiosamente, en el fútbol sala, en concreto en el
Talleres de Escalada, donde tímidamente empezaría a nacer una carrera
imparable. Animado por la calidad que su vástago había exhibido, su padre no
tardó en presentarle a las pruebas de Argentinos Juniors, en cuyas categorías
inferiores se hizo rápidamente un hueco. Tal fue allí su ascensión que un
jovencísimo Fernando Redondo debutaría en la Liga argentina con tan sólo 15
años.
Conquistando
aliados
Fernando Redondo fue capaz
de encandilar, no sólo a los aficionados al deporte rey, sino a los nueve
técnicos que tuvo en sus 10 años de estancia en España, adonde llegó tras un
error en la gestión deArgentinos Juniors. Algunos de sus entrenadores ya habían
sucumbido a su talento; a otros no les quedó más remedio que rendirse ante la
evidencia. Javier Azkargorta, el ‘Indio’ Solari y Jorge Valdano en el Tenerife,
y de nuevo Valdano, Fabio Capello, Jupp Heynckes, Guus Hiddink, John Benjamin
Toshack y Vicente del Bosque en el Real Madrid. Todos ellos acabaron
convirtiéndole en un imprescindible de sus alineaciones, rendidos como cayeron
ante la elegancia de un fútbol ataviado con la armadura de un guerrero, de su
carácter forjado en la ambición de los ganadores y el temple con el que
fusionaba sus más contrapuestas virtudes en la perfecta coreografía de las
batallas sin tregua.
Fernando hizo de sus botas
la mejor representación del Rey Midas,convirtiendo en dorados regalos los
balones que pasaban por sus pies. Así, regaló al Tenerife una de sus mejores
épocas, rubricada en la participación de una Copa de la UEFA, que empezaría a
rendir al viejo continente a los pies del príncipe. Aquello, no obstante, sería
sólo la primera piedra en la construcción del camino hacia la grandeza, un
camino que le llevó al Real Madrid, donde Fernando estableció los límites de su
reino y en cuyo centro del campo situó su trono. Luchador inagotable, el
argentino fue fijándose nuevos desafíos, cuya dificultad crecía de forma
directamente proporcional a la grandeza de sus conquistas. Dos Ligas, una
Supercopa de España, dos Ligas de Campeones y unaIntercontinental fueron el
legado de uno de los mejores centrocampistas argentinos de la historia en el
club blanco.
Ni siquiera el ocaso de un
reinado inolvidable, ni tampoco las traicioneras lesiones que habían tratado de
minar su avance a lo largo de tantos años, supusieron impedimento alguno para
que Fernando continuase viendo engrosarse su palmarés en un Milan, al que llegó
como un inesperado presente, tras su desafortunado ‘exilio’ del Real Madrid.
Una Copa de Italia, una Serie A, una Supercopa de Italia, una Liga de Campeones
y una Supercopa de Europa pusieron el punto y final a su etapa como mago del
balón.
La
más pura esencia del príncipe guerrero
La historia del fútbol es
tan extensa como pródiga a la hora de grabar nombres a fuego en su particular
Olimpo. Pero Fernando Redondo no sería uno más. Dicen que quien olvida sus
orígenes pierde su identidad, y si la del argentino continúa hoy tan latente en
el corazón y la memoria de todos aquellos que gozaron de la fortuna de verle
jugar es precisamente porque Fernando portó en el estandarte de su grandeza los
principios que sus padres le habían inculcado, unos principios fortalecidos por
un carácter que le impidieron, según se cuenta, ceder a la banal exigencia de
cortarse el pelo a cambio de un lugar en la todopoderosa selección de Argentina,
donde tantos grandes dioses del balón han anhelado jugar y han jugado.
No obstante, el lugar que
no había encontrado con Daniel Passarella en la albiceleste, sí lo halló con
Marcelo Bielsa, pese a lo cual Redondo no tardó en renunciar a acudir a las
convocatorias de su selección, argumentando la imposibilidad de rendir a su
máximo nivel, debido a una lesión de rodilla. Su bagaje con el combinado
nacional, sin embargo, lo había adquirido antes: un Campeonato Sudamericano
Sub-17, una Copa Confederaciones y una Copa América fueron su legado con la
bicampeona del mundo.
Los mismos principios que
mantuvieron férrea su voluntad frente a las exigencias de Daniel Passarella, le
llevaron a renunciar a todo aquello que el Milan le había ofrecido a su llegada
cuando las traicioneras lesiones le habían impedido seguir agrandando su
leyenda y la del propio Milan. Fernando sólo tenía por suyo lo conquistado
sobre un campo de fútbol.
Y en honor a eso, es de
justicia concluir precisamente sobre el manto del césped de un escenario de
ensueño, con una muestra única e inolvidable de lo que Fernando Redondo fue, un
momento mágico que el mundo del fútbol, con el madridismo a la cabeza, siempre
recordará. Llegaba el Madrid a Old Trafford tras el empate cosechado a 0 en el
partido de ida de los cuartos de final de una Champions League que acabaría
conquistando. Pocos daban por posible el pase en el complicadísimo campo del
Manchester United, vigente campeón por aquel entonces.
Reinaba el 0-2 en el
marcador, resultado que daba el pase a las semifinales al Real Madrid. Pero en
la mente de los ganadores, el conformismo no tiene cabida y Fernando Redondo
paró el mundo futbolístico en unos segundos mágicos, que rindieron al Teatro de
los Sueños a sus pies. Dando un paso al frente en su responsabilidad en el centro
del campo madridista, el argentino gambeteó por la banda izquierda al encuentro
del futbolista noruego, Henning Berg, de quien se deshizo con un soberbio
autopase de tacón, ejecutado con una elegancia sólo al alcance de la realeza.
El posterior pase de la muerte, lo aprovecharía Raúl en boca de gol para
establecer el 2-3 definitivo, que cerró una de esas noches mágicas que sólo
pueden conceder los genios.
Tras la marcha de un
jugador de esta categoría, deportiva y humana, el vacío se hace inmensamente grande.
Otros llegan tras él con la nada sencilla misión de relegar la evocación de su
recuerdo, una dificultad añadida a la ya de por sí compleja responsabilidad de
conducir el juego de la nave blanca. Es un mérito al que hay que concederle un
merecido reconocimiento y en cierto modo, también es de recibo añadir que el
triunfo parcial en esa misión, no es culpa de sus sucesores. Pocos cuestionarán
el mandato de Xabi Alonso y otros tantos que estuvieron y estarán
salvaguardando la parcela del ‘Príncipe’ pero la grandeza de los mitos reside,
también, en seguir existiendo tras su historia.
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