Por: Rafa Cabeleira
«Estos jugadores convierten lo normal en arte. Es excepcional lo
que hacen», declaró Arsène Wenger nada
más finalizar el partido de vuelta de los octavos de final de la Liga de
Campeones. Ni siquiera hizo falta que el equipo catalán realizase uno de los
mejores partidos de la temporada para que el técnico del Arsenal compartiese
abiertamente con la prensa toda la frustración acumulada a lo largo de los
años, esta vez disfrazada de elogio. Después de varios asaltos a la gloria
europea estrellándose contra el mismo muro, después de escudar mil veces las
derrotas en quejas rencorosas y disculpas de mal pagador, por fin prefirió
Wenger reconocer los méritos indiscutibles de su rival y rendirse ante la
psicopatía artística de un equipo que no se conforma con derrotar
deportivamente a sus contrincantes, los entierra entonando boleros. Se sinceró
Wenger con la mirada perdida en el vacío y una sonrisa tenue, una mueca de
felicidad impostada que me recordó a aquella escena de Mar
adentro en la que
Julia, el personaje interpretado por Belén Rueda, trata de convencer a Ramón Sampedro para
que abandone su idea de quitase la vida apelando a la esperanza que cree
advertir en su risa. «Cuando uno sufre tanto y no puede escapar de los demás
aprende a llorar riendo», responde Bardem, con ojos y acento gallegos.
Acostumbrados
a despertar tras una barricada y echarse a dormir en una trinchera, el público
y la prensa de este país remolonean a la hora de alcanzar un veredicto que ya
debería ser unánime e inapelable. Pocas veces se ha visto a un equipo de fútbol
aunar espectáculo y solvencia como lo hace este Barça entrenado por Luis Enrique;
nunca se contempló una delantera que derrochase tanto talento, hambre y veneno
como la formada por Messi, Neymar y Luis Suárez.
Aquel equipo que no hace tanto tiempo se llenaba de centrocampistas para negar
al rival hasta el aliento, se ha convertido ahora en una calculadora siniestra
que mantiene con vida a la presa hasta que sus delanteros deciden sacar los
pinceles y dibujarle la muerte en la cara. Lejos de la cuadrilla de superhéroes
que a veces nos presenta las crónicas más afines y empalagosas, este Barça
tiene trazas de supervillano, de malo de la película, de verdadero hijo de puta
con encanto. Este equipo tiene algo de Al Swearengen, de Walter White, de Omar
Little, de Tony Soprano… «Liberan a la bestia que llevan dentro y, nos guste o no,
por eso hemos conectado con ellos», escribió hace un tiempo mi compañera Bárbara Ayuso en
esta misma casa.
Los
análisis más reduccionistas se conforman con explicar el dominio actual del
Fútbol Club Barcelona a través de la omnipresencia del mejor jugador de todos
los tiempos: Lionel Messi, la verdadera bestia. Sin duda resultaría estúpido no
reconocerle al argentino gran parte del mérito en todo lo logrado por su club
en estos años de vorágine ganadora, pero tampoco parece justo escudarse
únicamente en su concurso para justificar tan abrumador dominio. Últimamente,
quién sabe si por casualidad o no, se observa una cierta obsesión mediática por
achacar al rosarino todas las virtudes del equipo azulgrana olvidando lo demás.
Columnas de opinión, artículos sesudos, declaraciones de diversa índole… Todo
ello apuntando a Lionel como factor diferencial e inigualable para cualquier
competidor que se precie y contra el que no hay nada que hacer, casi a modo de
justificación, de disculpa pública, una especie de «no eres tú, es él» que
regala los oídos a quien más lo sufre, supongo. Olvidan que sin Messi se paseó
el Barça por el Bernabéu no hace demasiado tiempo, en una exhibición que hizo
temblar los cimientos del templo blanco y provocó un estallido de protestas
dirigidas hacia la zona noble. Olvidan, también, que sin el concurso de sus
habituales compañeros de parranda se diluye Lionel en una selección argentina
más preocupada por echarle huevos o cantar el himno nacional que por jugar al
fútbol y exprimir el talento sobrenatural del rosarino. Messi es la muerte, la
Señora Guapa, la Flaca, la Huesuda, pero necesita de los vivos. «Un atleta excepcional no funciona
solo», decía el difunto entrenador,
mito y padre ideológico de la Red Army, Anatoly Tarasov.
A las órdenes de Pep Guardiola, Messi se encontró con un hábitat diseñado
a su medida que le brindaba la oportunidad de brillar en acciones de manifiesta
superioridad, con una legión de peloteros irredentos a sus espaldas encargados
de confundir al rival hasta que Leo recibía el balón en una situación ventajosa
que, en su caso, bien podía ser de uno contra tres, uno contra cuatro o uno
contra cinco, pero siempre en la mejor disposición para que la Pulga ejecutase
su ritual devastador. Con Luis Enrique al mando, más la presencia de Neymar y
Luis Suárez sobre el campo, el entorno artificial se ha convertido en una
escena de pánico colectivo en la que Messi solo tiene que esperar un exceso de
atención sobre sus compañeros de delantera para desatar el caos. La amalgama de
talento sudamericano ha obligado a los rivales a repartir sus energías en
demasiados frentes y la consecuencia es que Messi se encuentra a menudo más
liberado de lo que aconseja la razón. El juego imprevisible de Neymar y la
fortaleza competitiva de Suárez se han convertido en el mejor acompañamiento
para un futbolista que a veces parece no prestar atención al juego, como si
deambulase por el césped ofuscado en una importantísima duda filosófica o
hubiese salido a jugar con un buen libro en la mano, pero que cuando decide
intervenir en el juego enciende todas las alarmas en las zagas rivales y
despedaza defensas como quien trincha un bebé de foca con uno de esos cuchillos
japoneses que anuncian en la tele tienda, sin esfuerzo ni remordimientos.
Por
detrás de esta delantera cruel y despiadada se agolpan los burócratas, tipos
bien vestidos y eficaces como Andrés Iniesta, Ivan Rakitić, Dani Alves o Gerard Piqué.
Enormes futbolistas que ejercerían como estrellas en casi cualquier otro equipo
del planeta y que aquí se pliegan a las labores de oficina y a los recados,
todos ordenados y dirigidos por un Sergio Busquets que
cada día recuerda más al orangután bibliotecario imaginado por Terry Pratchett para su Mundodisco, capaz de resolver
las posibles complicaciones al primer toque y con la cabeza alta, con la
sencillez apabullante de un simple «¡Oook!». Tienen algo de enanos estos
oficinistas del cuero vestidos de azul y grana como si decorasen jardines: de
nada les sirven las metáforas y los símiles, han desarrollado una mentalidad
tan literal que competir significa ganar y los goles no pasan de meros puntos
suspensivos, de mera advertencia sobre la continuidad en la tortura. Como
último eslabón de una cadena perfecta, a modo de salvavidas de emergencia, el
Barça también juega con portero, fiel al reglamento, si bien podríamos convenir
que no son pocos los defensas y centrocampistas rivales que les envidian sus
cualidades con el balón en los pies, único este club hasta en el empeño de que
sus guardametas se especialicen en iniciar las jugadas propias antes que en
finalizar las ajenas.
«Esos
ricos de mierda. Toda esta historia de los cojones. Yo no vi morir a mis
colegas con la cara en el barro para que…», ya saben cómo sigue el habitual
lamento de los no creyentes. Esto
no tiene nada que ver con Vietnam, amado y anónimo sufridor. Se trata de llamar
a las cosas por su nombre y recrearse en las virtudes de un grupo de jugadores
capaces de sostener incluso el desvarío institucional en que se ha visto
envuelto el club de unos años a esta parte. Por encima de defraudadores
fiscales, provocadores usuarios de Periscope, niñatos con máscaras o violentos agresores
de aficiones rivales, los Messi, Suárez, Neymar y compañía han demostrado ser
un soberbio equipo de fútbol, un conjunto de leyenda, una banda de rock con el correspondiente reguero degroupies postrados
a sus pies; unos hijos de puta a los que amar y respetar en la pobreza y en la
riqueza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de nuestras miserables
y cortas vidas. Me atrevería decir que, incluso, pueden besar a mi novia.
Extraído de Jotdown.es
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